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11 de noviembre de 2010

Por caridad, Esperanza

Caminaba ayer de vuelta a casa tras unas compras cuando, al aproximarme a la plaza del Pozo Santo, vi a lo lejos la silueta de una mujer menuda a la que el peso de una vida repleta de años se le había posado sobre la espalda. La anciana tendía la mano a los viandantes que pasaban de largo sin detenerse, apenas sin mirarla ni escuchar su súplica. Me fui acercando con cada paso para que su proximidad acabara confirmándome lo que ya había adivinado a lo lejos: un semblante apacible, una mirada sin mancha, una mano blanca tendida con un sobre vacío y una cansada voz que repetía: "Buenos días, ¿podría dar un donativo para el mantenimiento de nuestra congregación?... por caridad, hermano, buenos días..." siempre con la voz igualmente agradecida, la misma mirada entregada ante idéntico fruto baldío. Me acercaba a ella mientras observaba la escena repetida: la plaza infectada de nuestra prisa por llegar a no sé dónde y ella, fiel testigo del tiempo detenido tras los muros del convento, abandonada una y otra vez en mitad del camino apresurado de otras vidas.

Me iba acercando, llegaba mi turno. Pensaba en cuánto había gastado en mis compras, en lo que me quedaba en la cartera, en lo mucho que me recordaba aquella monjita a Sor Rosa (la portera eterna de mi colegio que cuidaba las rosas y los jazmines del patio de mis recreos infantiles). Me acordé de aquello que había leído en la Sevilla insólita de Morales Padrón sobre las clausuras y el toque de campanas suplicante que avisaba a los vecinos del hambre insostenible de las hermanas, antes de la reforma de Pío XII y el "Ora et labora"... Me iba aproximando entre estos pensamientos cuando alguien me sorprendió respondiendo al fin al reiterado ruego: "Sí, vamos, con la de dinero que tenéis los curas y las monjas os voy a dar yo una..." y siguió sus pasos entre maldiciones (las que él iba soltando por la boca y las que yo le enviaba con la mirada). Pero la anciana no mudó ni una pizca su semblante y, con un escudo de apacibilidad, le deseó al indeseable unos "buenos días" tan dulces como si le hubiera firmado un cheque en blanco.

Llegó mi turno. Me detuve ante la mujer y, antes de alimentar su sobre, ya me estaba colmando de bienaventuranzas y gratitud. "Qué Dios te lo premie, rezaré por ti,... coge las que quieras" me dijo dándome un puñado de estampas de la Macarena. "Con una basta, hermana. Guarde las demás para otros que también la necesiten". Me despedí y aún seguía regalándome bendiciones. "Gracias a usted, hermana, que me ha dado la Esperanza", le dije sonriendo mientras guardaba la estampa. "Niña, pero ¿tú sabes qué Virgen es esta?", preguntó admirando la imagen. "Claro, hermana, es la Esperanza Macarena", contesté rotunda. "¡Ah, la Macarena! Es ésta. Yo no entiendo, hija. Yo le rezo a la Virgen, pero no sé de imágenes. Ya decía yo que me sonaba esta cara... ¡Qué guapa es! ¿verdad?". Asentí, sorprendida y emocionada por igual. "Pues ¡ya no se me olvida! La Macarena- repitió lentamente- ya lo sé yo para decírselo al siguiente que le dé la estampa. Gracias, hija". Me despedí nuevamente y me fui a casa dejando a aquella buena mujer, abandonada en mitad de la plaza, con la Esperanza entre las manos.