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24 de noviembre de 2013

El calendario marcaba la fecha: 21 de noviembre. En mi almanaque personal la cifra era otra: 19 de septiembre. Para el resto del mundo era un jueves de otoño, sobre las 20:30. En mi corazón las agujas marcaban una hora menos en el reloj de mis emociones. Yo, la muchacha que un día cargó con su maleta vacía de certidumbres hasta el barrio de la Feria, fui entonces el rayo de sol para el que, afortunado, se reserva la dicha de alumbrar el rostro de quien todo lo soporta. Fui yo. Ese haz de blanca luz silenciosa, heredada por natura, que sin saberlo nace un día para buscar el alfa que dé sentido al omega el resto de su vida. Yo me sentí el resplandor que en otro tiempo había vagado entre tinieblas sin entregarse a la mirada que sana las heridas y despeja la incógnita en la eterna fórmula. Guiada secretamente, ya había traspasado antes el umbral, sondeado tus proximidades, rondado tus plantas... hasta que, al fin, hallé el valor para posarme sobre mi destino.

No me hizo falta colarme por el ventanal; las puertas se me abrieron de par en par. Mano derecha sobre la Palabra y labios sobre los cánones. El hombre que coloca la medalla alrededor de mi cuello, a un tiempo, está poniendo el blanco antifaz sobre la cabeza de los hijos que están por venir.

Noviembre, primavera del otoño; y en mí el ardor último del verano. Anacronismo que hace repicar campanas de Domingo de Ramos en los pulsos de mi sangre. Calendario de cifras por descifrar. Quiero que en ti empiece todo. Esta centella esquiva y errante ya encontró su posada. Como la flor del naranjo a la cuaresma, te pertenezco. Tú eres mi Esperanza. Porque fui llama en lucha contra el asfixiante viento hasta que te descubrí tras los muros de San Juan de la Palma. Te di el sí y te besé la mano. Nunca un corazón sintió en sí más gozo estando más lleno de Amargura.

14 de noviembre de 2013

Bienvenido

Querido Agustín,

Ya estás aquí. Te hemos esperado desde los últimos meses. Para ser más exactos, te estamos esperando desde hace años. Al menos, tu madre y yo te esperábamos, sin saberlo, desde que de niña acunábamos con amor un muñeco entre los brazos, desde que oíamos a nuestras madres replicarnos “Ya me entenderás cuando tengas hijos”. Y llegó el día de empezar a comprender. Ya estás aquí.

Hace un rato escuché por primera vez tu llanto por teléfono, un sonoro y enérgico chillido con el que parecías querer saludarme interrumpiendo la conversación que mantenía con tu madre. (Tu madre. Querido niño, ¿sabes la suerte que tienes de tener de entre todas las mujeres del mundo precisamente esa madre?). Pues eso, que ese llanto tuyo ha dado un vuelco a mi corazón. Gracias por ese recuerdo imborrable.

Pequeña persona, algún día serás grande y nos harás viejos. Desde el momento en el que has nacido, nos has hecho crecer de pronto. Te deseo que todos los amaneceres de tu vida estén envueltos con el mismo amor e ilusión que el primero, que cada día descubras algo nuevo, que atesores risas por encima de todo, que siempre te sientas protegido en el loco mundo que tenemos. No te preocupes demasiado por nada y no tengas miedo; tus padres matarán monstruos por ti, darán alas a tus sueños y serán siempre la raíz que te sirva de bastón.

Y yo, pequeño Agustín, seré siempre tu tía postiza. Prometo inventar cuentos para que sueñes, relatarte repetidas veces las anécdotas de juventud de tu madre, la noche en que conoció a tu padre, el brillo que nació poco a poco en sus ojos… Prometo defenderte ante ellos cuando seas indefendible, recordarles cuando no te entiendan que hubo un día en que también fueron hijos de sus padres. Prometo que habrá juegos y canciones y ganas de hacerte reír cada momento que compartamos. Prometo que pondré Sevilla a tus pies cuando tú lo desees, que te llevaré ante la Esperanza cada vez que la necesites y pediremos la venia al busto de Rodríguez Ojeda antes de entrar en la basílica. Prometo tener siempre disponible para ti (por muchos niños que nazcan en lo venidero) caramelos en el bolso, respuestas a tus preguntas y estampitas nuevas para tu colección. Nunca faltarán rincones que enseñarte, achuchones que darte, recuerdos que compartir...

Has llegado y lo has cambiado todo. El mundo no me parece hoy tan feo ni el futuro tan gris. Tú lo has llenado, minúscula porción de carne recién alumbrada y sangre nueva, con tu potente perfume a existencia y tu convincente grito de protesta. En un abrir de ojos nos has coloreado el horizonte con la claridad de tu iris hambriento de paisajes. Tengo atrás una vida sin ti y ahora una vida contigo. Algún día, escucharás el llanto de un bebé y también tu universo dará un vuelco. Entonces entenderás estas torpes palabras que hoy te dedico. Demasiadas resultan ya cuando lo que en realidad quiero decir es, simplemente, que te queremos y te querremos siempre. Bienvenido y bendito seas.

21 de octubre de 2013

Tarde de domingo y lluvia


Tarde de domingo, de otra semana fin o principio. El cielo no amenaza, pero en mi regazo sostengo la lluvia misma. El involuntario pestañeo tintinea sobre el cristal de mis pupilas mientras se empapan de versos nuevos. Gotas de lluvia comienzan a oírse en los métricos saltos de la joven rata-gorrión, en el brinco del perro de tres patas, en el ruido del frigorífico, en el parpadeo de las estrellas, en el aleteo de la mariposa monarca, en las pipas del girasol que no gira, en el tictac de un reloj con agujas de brújula… ¿No oyen el tam-tam?  Hay gotas por todas partes. 

La lluvia es esa vida en pequeñas dosis de agua (que va a parar a los ríos que van a dar en la mar…). Agua viva o aguaviva (de la que vive en el mar, por qué no, si es la que hiere) que nos cae del cielo para calmar primero a los sedientos y perderse luego sin remedio por el sumidero del tiempo, espejo de funeraria que nos avisa quién será un futuro cliente. Estamos rodeados. Rivero Taravillo ha sabido verlo. Todo es lluvia a mi alrededor y entre mis manos sus versos.

12 de julio de 2013

30 años, 30

Han pasado treinta años desde aquel 12 de julio en el que por pura rutina médica tuve que romper a llorar para demostrar que estaba viva. Volver la vista atrás hoy da casi tanto vértigo como mirar hacia adelante. Tres décadas ya vividas. Algo ganado; mucho perdido y aprendido. Treinta años que, para bien y para mal, no han pasado en vano.

Muy atrás queda la edad de la inocencia y de la felicidad sin condiciones. A la Rubita de la Plaza, la niña que aprendió a casi todo entre los puestos de un mercado moronero, nada le quitaba la sonrisa. Claro que entonces el yo que fui vivía ajeno a maldades, dolores, injusticias, cansinos demagogos y corruptos. A veces la echo de menos; qué poder incombustible para creer en la humanidad y esperar lo mejor del mañana, siempre limpio de errores… Quién le iba a decir a ella, la que odiaba los notables que no eran sobresalientes, que estaba planeando un futuro muy distinto al presente que ahora vive. Ella, que todo lo había leído en los libros o escuchado de las voces flamencas, nada entendió hasta vivirlo. Esperando el porvenir y el porvenir que no llega… ¿Cuántas veces Anilla mía zapateaste esa letra con una sonrisa? Ilusa de ti… Cuántas veces tus ojos repasaron los versos de Machado: Señor, me cansa la vida, tengo la garganta ronca de gritar sobre los mares… y sólo cuando llegó el momento justo se te levantó el pulso al comprenderlo.

Los años han pasado y siguen sin detenerse. Hoy soy capaz de alegrarme de que así sea, a pesar de todo; ya tuve tiempo de calibrar el valor del mero hecho de estar viva, simple existir sin aditamentos… Respirar al borde del precipicio cambia tu orden de deseos. Lección aprendida. La salud es lo primero.

Miro atrás y doy gracias al cielo por mi infancia de juegos sin pantalla, por haber estudiado la EGB, por haber comprado hasta ahora la mitad de mi vida en pesetas, por no haber sufrido el control de un teléfono móvil hasta pasada la mayoría de edad… (¡Qué felices hubiéramos sido entonces, amigos moroneros míos, de haber sabido que éramos felices!). Agradezco sinceramente el que la vida me trajera después hasta Sevilla para hacerme mujer entre sus calles. Aquí encontré mucho más de lo que esperaba, empezando por mí misma. En los años que siguieron, nunca me faltó una mano amiga, ni unos ojos en los que mirarme. Un día, (como había predicho mi abuela hacía años) cuando ni siquiera lo buscaba, él llegó a mí para quedarse y hacerme comprender el canto de Edith Piaf: Non, je ne regrette rien… Puede que hoy no tenga el trabajo que esperaba, ni el sueldo que necesito, ni posesión material alguna (más allá de mis libros), pero sí poseo la raíz de la que deseo algún día, en esta nueva década que estreno, broten mis ramas y las suyas, las nuestras. 


Podría sonar ahora el Gracias a la vida en la voz de  Pasión Vega; pero también suscribiría como propia la letra del Qué no daría yo por empezar de nuevo de la Jurado, mientras el Qué será de mi vida de José Feliciano tiembla escondido entre mis miedos. Quizás estos no sean buenos tiempos para cumplir 30 años, o quizá sí; quién sabe. De cualquier manera, son mis tiempos y a ellos he de entregarle mis ganas y mis días. Mientras exista el horizonte, merecerá la pena vivir y celebrarlo; aunque sólo sea por leer un nuevo capítulo de esta historia que me tocó protagonizar. 

Miro hacia adelante y noto el vértigo: páginas en blanco, reto de aventuras y emociones por venir que, sin control, enredarán mi argumento. A fin de cuentas, nacer, llorar, asustarse, reír, hablar, andar, caerse, refugiarse, amar, osar, jugar, ilusionarse, ganar, perder, creer, ser, resistir…. Eso es vivir. Quien lo probó, lo sabe. 

12 de mayo de 2013

La ciudad dormida


(Foto de Federico Relimpio)

La ciudad, siempre la ciudad. Perpetuamente ella entre mis letras, inevitable tras verla así como hace un rato en esta mañana de domingo que empieza a morir. La mejor musa es la de carne y hueso, bien lo sabía el profano poeta de los cisnes azules que cantó a la vida y la esperanza. Y aquella muchacha, que hace años llegó a ti con una maleta cargada de libros y un cuaderno en blanco, supo que las palabras del maestro eran más ciertas que nunca una mañana dominical en la que por sorpresa halló el placer entre tus brazos. Desde entonces, vive atada a ti con su secreto: que pocas veces tú te muestras más tú que en las mañanas limpias de domingo, cuando recién estrenas el aire y más clara se oye tu respiración en los rumores del agua que corre y te recorre; cuando tus calles son los pasillos de un convento de clausura sin murallas, entonces es el momento en el que se te contempla libre y se te admira como quien disfruta vigilando el sueño del amante que cayó rendido en la batalla con Eros. 

Caminar por tu cuerpo desnudo, con grandezas y cicatrices visibles, pasearte en las horas tempranas de un domingo, antes de que tenga que compartirte con nadie, cuando eres solo mía, con tus virtudes y vicios, pero mía y de nadie más; aunque legalmente no lo seas ni yo te pertenezca todavía, ¿qué nos importa? ¡qué más da si tú te entregas a mí de esa manera aun cuando duermes! Caminar y caminar por tus viejas sólidas entrañas, presenciar tu primer desperezo con el sol que se te escapa y acabar con tu sonrisa avivada por la luz de las pinturas en la plaza de tu Museo. He ahí el secreto: nuestro pequeño acto de placer compartido en ciertas mañanas de domingo en las que el deseo de ti me empuja a recorrerte antes de que otros lo hagan, cuando aún no conoces la caricia de otros pasos ni el amor de otras miradas.

Pero vuelvo a casa y ya no eres solo mía, ya no eres mi inconsciente entregada. Recuerdo cuando te vi a solas y contemplé tu belleza sin censuras… Y ahora, ya despierta, vestida de tráfico y de otros, de trasiego y de vida, compruebo que tus esplendores tienden a esconderse mientras tus heridas siguen al descubierto. El sol del mediodía hace caer la venda. La voz del poeta vuelve a provocarme: Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror… Ojalá, pienso, despiertes de una vez y pronto, para tomar las riendas de tu cuerpo que tantas manos torpes desbaratan cada día. Defiéndete y deja ya ese hermoso sueño vano que te humilla. Coge el timón y fija el rumbo hacia ti misma. No te abandones en los brazos de Morfeo así, perpetuamente. ¿Por qué será que, ahora ya despierta, me pareces más que antes una ciudad dormida?

4 de abril de 2013

Humildad y Paciencia

Han pasado los siglos desde que llegó a la urbe et orbe hispalense y me conmueve ver que todavía sigue esperando. Supongo que no hay nada a la vista que le haga levantar la mirada y esbozar siquiera una sonrisa. Creedme si os digo que le comprendo. Lo veo aguardar eternamente con paciente humildad el peor de los castigos que no merece, y me pregunto qué pensará de nosotros.

Llegó al fin la Semana en la que nuestra vida se detiene (o tal vez en la que realmente vivimos, no lo sé) y de nuevo nos vio: locos, ansiosos por la dosis medicinal, desesperados por los partes meteorológicos, maldiciendo de acá para allá el déjà vu del desatino de las lluvias.

Lo esperé el primer día en Doña María Coronel sin que Él llegara al encuentro. Después, las hojas del calendario fueron cayendo, una tras otra, empapadas de ausencias; se nos agotaba la paciencia. Uno, dos, tres años… ¿hasta cuándo podremos esperar sin desesperar?

Mientras sus ojos se perdían en el vacío solitario y desvalido del peor de los horizontes, nosotros mirábamos al cielo buscándolo a Él, o simplemente a ese azul que abriera puertas y cerrojos a las cancelas de los cabildos. La furia nos hacía pensar: “¿Qué hemos hecho nosotros para que el sueño se haya vuelto pesadilla? ¡Nada!”. “¿Nada?”, contestaba una voz anónima.

Los maniáticos nos enfadamos, pataleamos, nos rebelamos… Otra vez perdimos la medida de las cosas: del tiempo en Campana, de lo que significaba la palabra Penitencia, de las exhibiciones personales, de una saeta que se repite hasta ensordecer a las demás, de la ojana barata, de la guasa fácil que olvida que en todo cuerpo hay también un músculo llamado corazón, de tantas y tantas pruebas que no superamos.

Hoy, cuando los morados de su espalda y la sangre de sus rodillas aún no han desaparecido, compruebo admirada que sigue esperando con la misma entereza, sin el menor atisbo de rabia. Pasan los años y no hay lluvia que borre de su cuerpo el recuerdo de las heridas, Semana tras Semana.

Hoy, que todavía sentimos la resaca de los sinsabores y el regusto amargo de la Semana que fue sin ser, quiero cerrar las heridas y acallar las voces en mi cabeza. Necesito la posesión de Su nombre para enfrentar la burla del ignorante, el comunicado del despropósito y los sinsentidos que estén por venir. Quiero desterrar las maldiciones y los reproches de justos e injustos. Solo deseo el deseo de buscarlo, de encontrarlo y de cuidar la maravilla ─que, como el poeta, tengo miedo de perder─ para seguir hallando la cordura, para que la existencia de esa hija desagradecida a la que bautizaron como Julia Rómula Híspalis siga teniendo sentido.

No me atrevo siquiera a pedirle un sol sobre las calles que lo añoran… Él me recuerda aquello que alguna vez dijimos: “No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido”. “¿No? ¿En serio?”, oigo en mis adentros y no sé qué responder. “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero”… Creo ver en Él una leve sonrisa. No levanta la vista. No sé qué decirle. Solo me nace sentarme a su lado para compartir la espera.

Faltan 374 días para el Domingo de Ramos.

15 de marzo de 2013

Camino, Verdad y Vida

Internet te acerca lo que está lejos. Navego por las redes sociales y encuentro el regalo de un amigo artista de la cámara fotográfica: la imagen del Señor de Sevilla, el que vela por nosotros a esta hora tras una puerta cerrada y un panteón a oscuras en San Lorenzo. El retrato me hace pensar en Él, en la madrugada que lo espera, en las que ya pasaron. ¿Desde cuándo le conozco? ¿Cuál fue la primera vez que lo vi? Y recuerdo, claro que lo recuerdo.

Debía tener unos nueve años. De Sevilla no había conocido más que la Giralda, la Torre del Oro (o del Loro, reconozco que no sabía muy bien cómo llamarla), la Plaza de España, algún que otro hospital y el Corte Inglés. Nada más. Sevilla era entonces para mí la capital a la que nos llevaban de excursión, de compras o por cuestión de males. Eso era todo. Para mi vida diaria estaba Morón con sus calles y paisajes. Y mientras yo le contaba mis cosas al Cristo que expiraba en la Iglesia de la Compañía, junto al mercado moronero, o al que estaba cautivo en San Miguel, la prima Rosarito le relataba las suyas al Cisquero cada viernes. Fue ella, una familiar lejana de mi madre que se había mudado hacía años aquí, la que en una de nuestras visitas a la ciudad me cogió de la mano y me dijo: "Ven conmigo, niña, que hoy te llevo a que le des un beso al Señor". Recuerdo mi ilusión por conocer, por fin, la imagen real del famoso Gran Poder; recuerdo la cola del besamanos, la espera, los nervios al avanzar; y recuerdo, como si aún lo viviera, el frío que me recorrió cuando me encontré frente a Él.

Rosarito pasó y le dio el beso. Yo, helada, no pude. La mujer insistía: "Anda, niña, bésalo". "No, a este no", le contestaba. Insistía y yo me negaba. Nos fuimos sin que fuera capaz de convencerme.

De camino a casa, la señora me reñía: "Niña, eres tonta, ¿por qué no has querido darle el beso si siempre lo haces con los otros cristos?". "Porque me ha dado miedo" -confesé. "¿Miedo por qué, criatura?". "Porque este estaba vivo. Este es de verdad".

Tenía entonces unos nueve años. Una década después, el camino de la vida me llevó a echar el ancla en Sevilla. Ante la cita, acudí a Él para superar mis temores. Ese día le dí dos besos, uno se lo debía con intereses. Vencí el miedo, pero volví a sentir ese frío al tenerlo de frente. Miro su imagen en la pantalla y lo recuerdo como si volviera a helarme ahora.

Foto de Antonio Sánchez Carrasco

26 de febrero de 2013

La ciudad de los locos


Hace días que se decretó la cuarentena. Los síntomas vuelven a presentarse con la misma fuerza cada año. Calendarios invertidos. Manecillas de reloj que giran al contrario. Sacos de café. Mantillas heredadas. Zapatos domados. Trajes de estreno. Media ciudad abre los altillos de la memoria. Es hora de tomarnos la medida.

Los pacientes se muestran inquietos, ansiosos. Andan por las calles inconscientemente calcando la ruta de los besos en pies y manos, buscando el enfrentamiento de miradas sin distancia. A los afectados empieza a obsesionarles la meteorología y el mapa de isobaras previsto se les aloja entre ceja y ceja. Cada día el cielo ensaya para ellos un nuevo tono de azul que se les antoja digno de cubrir la ciudad los días señalados. Todo pasa como siempre.

De nuevo, se nos olvida el resto del mundo y sus gobernantes. Es cierto, sí. En el recuento y descuento, a veces perdemos el norte. Deslumbrados por la pasión y sus reflejos, la fiebre nos vence. Desvariamos, nos crucificamos a traición y por la espalda, tiramos piedras contra este o aquel mientras, más arriba de esas nubes que nos empañan los sueños, se está escribiendo nuestra propia sentencia. La locura es grande. Quien pueda que nos entienda. A nosotros, los que tarareamos recuerdos, los que cerramos los ojos para ver.

Llegará el día. Terminará el ensayo. La ciudad se descubrirá el antifaz que lleva todo el año para enseñarnos su corazón latiendo a pulso. El talón que conoce los pesares de la urbe plantará zancadas en las calles que hoy lo esperan. Esos pobres locos encontrarán la cordura en un rostro de mujer que es la prehistoria de una sonrisa, esa que al tercer día amanecerá con la aurora del fin que es el principio. Demencia sin límite la nuestra. Ciudad de locos, que en el dolor hallamos la gloria. Nosotros, los que bendecimos a quien nos contagió. 


18 de enero de 2013

¡Salvad a los niños!

Se veía venir, pero no quise creerlo hasta ahora que no tengo más remedio que aceptarlo. Malos tiempos estos que nos han tocado, malos para todos, pero peores aun para los que menos se lo merecen y más necesidades tienen. Qué os voy a contar a estas alturas. Hoy me ha tocado a mí, y lo que es más grave: a mi niña y a cientos de niños como ella. 

Era 1999 cuando leí  en algún periódico una noticia que me encantó: la ONG Save The Children y la Junta de Andalucía emprendían un proyecto para asistir educativamente a los alumnos que, por enfermedades de larga duración, no podían asistir al colegio como los demás. Una serie de voluntarios daban clases a estos niños en sus domicilios o en los propios hospitales. El Programa de Atención Socioeducativa a Domicilio me pareció fascinante y en mi cabecita de entonces diecisiete años se instaló la idea de colaborar algún día en dicha actividad. Pasaron los años, me licencié en Filología Hispánica, hice el CAP, me preparé las oposiciones para el profesorado de Secundaria y tuve la oportunidad de experimentar la docencia en algún colegio. Llegó septiembre del pasado año y supe que este curso (y probablemente de manera definitiva) no volvería a las aulas; pero -cosas del destino- por aquellos días recibí una llamada teléfonica de Save The Children para proponerme la posibilidad de trabajar como voluntaria en dicho programa al que llevaba años apuntada. No me lo pensé y dije que sí al instante.

Desde septiembre soy la profesora de una alumna muy especial, probablemente la más especial que haya tenido nunca. Comparto con ella las tardes, el aprendizaje de las materias, el día a día de su enfermedad, su superación como persona que crece ante mis ojos, a mi vera. Soy su profesora, sí; pero también soy su tutora, y su compañera de clase, y su amiga, y su rato de recreo, y sus clases de historia, y sus problemas de física, y su confidente, y su bastón ante los miedos. Soy su centro escolar, el único colegio que ella conoce. ¿Sabéis lo importante que es eso? Pensad lo que era el colegio o el instituto para vosotros a su edad, e imaginad que no lo hubieráis tenido por culpa de una enfermedad que os obligara a crecer encerrados en casa o entre las paredes crueles de un hospital.

No voy a detenerme en explicaros lo que han sido estos meses en mi vida junto a ella, ni lo que esa niña significa para mí. También os lo podéis imaginar. Seguro que habéis escuchado a voluntarios hablar de sus experiencias y decir que siempre se recibe más de lo que se da. Pues es simplemente así.

Ayer, al terminar nuestra tarde de clases, me dijo que quería que fuéramos familia. Le contesté que ya lo éramos.

Hoy, al abrir mi correo electrónico, me encuentro un email de Save The Children donde se me informa de que "por motivos de reestructuración de la ONG" han decidido eliminar el proyecto en el que soy voluntaria. A partir del 31 de enero, se me dice, no volveré a atender a mi alumna. Fin de mi trabajo. En mi lugar, la Delegación de Educación de la Junta de Andalucía enviará a alguien que me sustituya y que ya no será voluntario sino empleado. Desconozco los criterios que seguirá la Junta para elegir a los profesores que contratará en lugar de los voluntarios que hasta ahora hemos estado acompañando a los niños. Pero sé seguro que cerrar este programa a mitad de curso no es lo mejor para ellos; sé que mi alumna (como la mayoría de alumnos) va a pasarlo mal cuando lo sepa. Será empezar de nuevo con una persona que no la conoce en absoluto, a mediados del segundo trimestre, otro método de enseñanza, otro proceso de adaptación, otra incomodidad más en su vida escolar, otra injusticia inmerecida en su corta existencia.

Aún no me explico el porqué de que se ponga fin de esta manera a un proyecto tan necesario como este. No me convencen las razones de "reestructuración", y no entiendo que se elimine algo que no cuesta dinero (al menos, los voluntarios no cobramos ni un céntimo). Hace tiempo que no me fío de los políticos ni los gobiernos; pero hasta ahora confiaba en que, en un mundo gobernado por la corrupción y los intereses personales, se podía combatir la fuerza del asqueroso motor del dinero con la unión de buenas voluntades y las actividades concretas, la acción directa sobre las injusticias con las que tenemos que convivir sin remedio. En estos momentos y a esperas de obtener respuestas, no me fío ya ni de las supuestas organizaciones no gubernamentales. Por mi parte, seguiré al lado de mi alumna si me necesita, y supongo que el resto de voluntarios hará lo mismo, pues tendrán sentimientos parecidos al mío en este momento. Pero a partir del 31 de enero ya no podremos encargarnos de continuar el camino que habíamos diseñado al principio de curso. Solo espero que los sustitutos, sean quienes sean, sepan retomar nuestra senda para que los niños sufran lo menos posible. No se merecen ni una gota del dolor que ya de por sí les ha tocado.