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4 de abril de 2013

Humildad y Paciencia

Han pasado los siglos desde que llegó a la urbe et orbe hispalense y me conmueve ver que todavía sigue esperando. Supongo que no hay nada a la vista que le haga levantar la mirada y esbozar siquiera una sonrisa. Creedme si os digo que le comprendo. Lo veo aguardar eternamente con paciente humildad el peor de los castigos que no merece, y me pregunto qué pensará de nosotros.

Llegó al fin la Semana en la que nuestra vida se detiene (o tal vez en la que realmente vivimos, no lo sé) y de nuevo nos vio: locos, ansiosos por la dosis medicinal, desesperados por los partes meteorológicos, maldiciendo de acá para allá el déjà vu del desatino de las lluvias.

Lo esperé el primer día en Doña María Coronel sin que Él llegara al encuentro. Después, las hojas del calendario fueron cayendo, una tras otra, empapadas de ausencias; se nos agotaba la paciencia. Uno, dos, tres años… ¿hasta cuándo podremos esperar sin desesperar?

Mientras sus ojos se perdían en el vacío solitario y desvalido del peor de los horizontes, nosotros mirábamos al cielo buscándolo a Él, o simplemente a ese azul que abriera puertas y cerrojos a las cancelas de los cabildos. La furia nos hacía pensar: “¿Qué hemos hecho nosotros para que el sueño se haya vuelto pesadilla? ¡Nada!”. “¿Nada?”, contestaba una voz anónima.

Los maniáticos nos enfadamos, pataleamos, nos rebelamos… Otra vez perdimos la medida de las cosas: del tiempo en Campana, de lo que significaba la palabra Penitencia, de las exhibiciones personales, de una saeta que se repite hasta ensordecer a las demás, de la ojana barata, de la guasa fácil que olvida que en todo cuerpo hay también un músculo llamado corazón, de tantas y tantas pruebas que no superamos.

Hoy, cuando los morados de su espalda y la sangre de sus rodillas aún no han desaparecido, compruebo admirada que sigue esperando con la misma entereza, sin el menor atisbo de rabia. Pasan los años y no hay lluvia que borre de su cuerpo el recuerdo de las heridas, Semana tras Semana.

Hoy, que todavía sentimos la resaca de los sinsabores y el regusto amargo de la Semana que fue sin ser, quiero cerrar las heridas y acallar las voces en mi cabeza. Necesito la posesión de Su nombre para enfrentar la burla del ignorante, el comunicado del despropósito y los sinsentidos que estén por venir. Quiero desterrar las maldiciones y los reproches de justos e injustos. Solo deseo el deseo de buscarlo, de encontrarlo y de cuidar la maravilla ─que, como el poeta, tengo miedo de perder─ para seguir hallando la cordura, para que la existencia de esa hija desagradecida a la que bautizaron como Julia Rómula Híspalis siga teniendo sentido.

No me atrevo siquiera a pedirle un sol sobre las calles que lo añoran… Él me recuerda aquello que alguna vez dijimos: “No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido”. “¿No? ¿En serio?”, oigo en mis adentros y no sé qué responder. “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero”… Creo ver en Él una leve sonrisa. No levanta la vista. No sé qué decirle. Solo me nace sentarme a su lado para compartir la espera.

Faltan 374 días para el Domingo de Ramos.