Llegó al fin la Semana en la que
nuestra vida se detiene (o tal vez en la que realmente vivimos, no lo sé) y de
nuevo nos vio: locos, ansiosos por la dosis medicinal, desesperados por los partes
meteorológicos, maldiciendo de acá para allá el déjà vu del desatino de las lluvias.
Lo esperé el primer día en
Doña María Coronel sin que Él llegara al encuentro. Después, las hojas del calendario fueron cayendo, una tras otra, empapadas de ausencias; se nos agotaba
la paciencia. Uno, dos, tres años… ¿hasta cuándo podremos esperar sin
desesperar?
Mientras sus ojos se perdían en
el vacío solitario y desvalido del peor de los horizontes, nosotros mirábamos al
cielo buscándolo a Él, o simplemente a ese azul que abriera puertas y cerrojos
a las cancelas de los cabildos. La furia nos hacía pensar: “¿Qué hemos hecho
nosotros para que el sueño se haya vuelto pesadilla? ¡Nada!”. “¿Nada?”,
contestaba una voz anónima.
Los maniáticos nos enfadamos,
pataleamos, nos rebelamos… Otra vez perdimos la medida de las cosas: del tiempo
en Campana, de lo que significaba la palabra Penitencia, de las exhibiciones
personales, de una saeta que se repite hasta ensordecer a las demás, de la
ojana barata, de la guasa fácil que olvida que en todo cuerpo hay también un
músculo llamado corazón, de tantas y tantas pruebas que no superamos.
Hoy, cuando los morados de su
espalda y la sangre de sus rodillas aún no han desaparecido, compruebo admirada
que sigue esperando con la misma entereza, sin el menor atisbo de rabia. Pasan
los años y no hay lluvia que borre de su cuerpo el recuerdo de las heridas,
Semana tras Semana.
Hoy, que todavía sentimos la resaca
de los sinsabores y el regusto amargo de la Semana que fue sin ser, quiero
cerrar las heridas y acallar las voces en mi cabeza. Necesito la posesión de Su nombre para enfrentar la burla del ignorante, el comunicado del despropósito y los sinsentidos que estén por venir. Quiero desterrar las
maldiciones y los reproches de justos e injustos. Solo deseo el deseo de
buscarlo, de encontrarlo y de cuidar la maravilla ─que, como el poeta, tengo
miedo de perder─ para seguir hallando la cordura, para que la existencia de esa
hija desagradecida a la que bautizaron como Julia Rómula Híspalis siga teniendo
sentido.
No me atrevo siquiera a pedirle un sol
sobre las calles que lo añoran… Él me recuerda aquello que alguna vez dijimos: “No
me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido”. “¿No? ¿En
serio?”, oigo en mis adentros y no sé qué responder. “Señor, Tú lo sabes todo,
Tú sabes que te quiero”… Creo ver en Él una leve sonrisa. No levanta la vista. No sé qué decirle. Solo me nace sentarme a su lado para compartir la espera.
Faltan 374 días para el Domingo
de Ramos.