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12 de julio de 2013

30 años, 30

Han pasado treinta años desde aquel 12 de julio en el que por pura rutina médica tuve que romper a llorar para demostrar que estaba viva. Volver la vista atrás hoy da casi tanto vértigo como mirar hacia adelante. Tres décadas ya vividas. Algo ganado; mucho perdido y aprendido. Treinta años que, para bien y para mal, no han pasado en vano.

Muy atrás queda la edad de la inocencia y de la felicidad sin condiciones. A la Rubita de la Plaza, la niña que aprendió a casi todo entre los puestos de un mercado moronero, nada le quitaba la sonrisa. Claro que entonces el yo que fui vivía ajeno a maldades, dolores, injusticias, cansinos demagogos y corruptos. A veces la echo de menos; qué poder incombustible para creer en la humanidad y esperar lo mejor del mañana, siempre limpio de errores… Quién le iba a decir a ella, la que odiaba los notables que no eran sobresalientes, que estaba planeando un futuro muy distinto al presente que ahora vive. Ella, que todo lo había leído en los libros o escuchado de las voces flamencas, nada entendió hasta vivirlo. Esperando el porvenir y el porvenir que no llega… ¿Cuántas veces Anilla mía zapateaste esa letra con una sonrisa? Ilusa de ti… Cuántas veces tus ojos repasaron los versos de Machado: Señor, me cansa la vida, tengo la garganta ronca de gritar sobre los mares… y sólo cuando llegó el momento justo se te levantó el pulso al comprenderlo.

Los años han pasado y siguen sin detenerse. Hoy soy capaz de alegrarme de que así sea, a pesar de todo; ya tuve tiempo de calibrar el valor del mero hecho de estar viva, simple existir sin aditamentos… Respirar al borde del precipicio cambia tu orden de deseos. Lección aprendida. La salud es lo primero.

Miro atrás y doy gracias al cielo por mi infancia de juegos sin pantalla, por haber estudiado la EGB, por haber comprado hasta ahora la mitad de mi vida en pesetas, por no haber sufrido el control de un teléfono móvil hasta pasada la mayoría de edad… (¡Qué felices hubiéramos sido entonces, amigos moroneros míos, de haber sabido que éramos felices!). Agradezco sinceramente el que la vida me trajera después hasta Sevilla para hacerme mujer entre sus calles. Aquí encontré mucho más de lo que esperaba, empezando por mí misma. En los años que siguieron, nunca me faltó una mano amiga, ni unos ojos en los que mirarme. Un día, (como había predicho mi abuela hacía años) cuando ni siquiera lo buscaba, él llegó a mí para quedarse y hacerme comprender el canto de Edith Piaf: Non, je ne regrette rien… Puede que hoy no tenga el trabajo que esperaba, ni el sueldo que necesito, ni posesión material alguna (más allá de mis libros), pero sí poseo la raíz de la que deseo algún día, en esta nueva década que estreno, broten mis ramas y las suyas, las nuestras. 


Podría sonar ahora el Gracias a la vida en la voz de  Pasión Vega; pero también suscribiría como propia la letra del Qué no daría yo por empezar de nuevo de la Jurado, mientras el Qué será de mi vida de José Feliciano tiembla escondido entre mis miedos. Quizás estos no sean buenos tiempos para cumplir 30 años, o quizá sí; quién sabe. De cualquier manera, son mis tiempos y a ellos he de entregarle mis ganas y mis días. Mientras exista el horizonte, merecerá la pena vivir y celebrarlo; aunque sólo sea por leer un nuevo capítulo de esta historia que me tocó protagonizar. 

Miro hacia adelante y noto el vértigo: páginas en blanco, reto de aventuras y emociones por venir que, sin control, enredarán mi argumento. A fin de cuentas, nacer, llorar, asustarse, reír, hablar, andar, caerse, refugiarse, amar, osar, jugar, ilusionarse, ganar, perder, creer, ser, resistir…. Eso es vivir. Quien lo probó, lo sabe.