Tarde de domingo, de otra semana fin o principio. El cielo no amenaza, pero en mi regazo sostengo la lluvia misma. El involuntario pestañeo tintinea sobre el cristal de mis pupilas mientras se
empapan de versos nuevos. Gotas de lluvia comienzan a oírse en los métricos
saltos de la joven rata-gorrión, en el brinco del perro de tres patas, en el ruido
del frigorífico, en el parpadeo de las estrellas, en el aleteo de la mariposa
monarca, en las pipas del girasol que no gira, en el tictac de un reloj con
agujas de brújula… ¿No oyen el tam-tam? Hay
gotas por todas partes.
La lluvia es esa vida en pequeñas dosis de agua (que va a parar
a los ríos que van a dar en la mar…). Agua viva o aguaviva (de la que vive en
el mar, por qué no, si es la que hiere) que nos cae del cielo para calmar primero a los sedientos y perderse luego sin remedio por el sumidero del tiempo, espejo de funeraria que nos avisa quién será un futuro cliente. Estamos rodeados. Rivero Taravillo ha sabido verlo. Todo es lluvia a mi alrededor y entre mis manos sus versos.