Han pasado treinta años desde aquel
12 de julio en el que por pura rutina médica tuve que romper a llorar para
demostrar que estaba viva. Volver la vista atrás hoy da casi tanto vértigo como
mirar hacia adelante. Tres décadas ya vividas. Algo ganado; mucho perdido y
aprendido. Treinta años que, para bien y para mal, no han pasado en vano.
Muy atrás queda la edad de la
inocencia y de la felicidad sin condiciones. A la Rubita de la Plaza, la niña
que aprendió a casi todo entre los puestos de un mercado moronero, nada le
quitaba la sonrisa. Claro que entonces el yo que fui vivía ajeno a maldades,
dolores, injusticias, cansinos demagogos y corruptos. A veces la echo de menos;
qué poder incombustible para creer en la humanidad y esperar lo mejor del mañana,
siempre limpio de errores… Quién le iba a decir a ella, la que odiaba los
notables que no eran sobresalientes, que estaba planeando un futuro muy
distinto al presente que ahora vive. Ella, que todo lo había leído en los
libros o escuchado de las voces flamencas, nada entendió hasta vivirlo. Esperando el porvenir y el porvenir que no
llega… ¿Cuántas veces Anilla mía zapateaste esa letra con una sonrisa?
Ilusa de ti… Cuántas veces tus ojos repasaron los versos de Machado: Señor, me cansa la vida, tengo la garganta
ronca de gritar sobre los mares… y sólo cuando llegó el momento justo se te
levantó el pulso al comprenderlo.
Los años han pasado y siguen sin
detenerse. Hoy soy capaz de alegrarme de que así sea, a pesar de todo; ya tuve
tiempo de calibrar el valor del mero hecho de estar viva, simple existir sin
aditamentos… Respirar al borde del precipicio cambia tu orden de deseos. Lección
aprendida. La salud es lo primero.
Miro atrás y doy gracias al cielo
por mi infancia de juegos sin pantalla, por haber estudiado la EGB, por haber comprado hasta ahora la mitad de mi vida
en pesetas, por no haber sufrido el control de un teléfono móvil hasta pasada
la mayoría de edad… (¡Qué felices hubiéramos sido entonces, amigos moroneros míos, de
haber sabido que éramos felices!). Agradezco sinceramente el que la vida me
trajera después hasta Sevilla para hacerme mujer entre sus calles. Aquí encontré mucho más de lo que esperaba, empezando por mí misma. En los años que siguieron, nunca me faltó una mano amiga, ni unos ojos en los que mirarme. Un día, (como había predicho mi abuela hacía años) cuando
ni siquiera lo buscaba, él llegó a mí para quedarse y hacerme comprender el
canto de Edith Piaf: Non, je ne regrette
rien… Puede que hoy no tenga el trabajo que esperaba, ni el sueldo que
necesito, ni posesión material alguna (más allá de mis libros), pero sí poseo la raíz de la que deseo
algún día, en esta nueva década que estreno, broten mis ramas y las suyas, las
nuestras.
Podría sonar ahora el Gracias a la vida en la voz de Pasión Vega; pero también suscribiría como
propia la letra del Qué no daría yo por
empezar de nuevo de la Jurado, mientras el Qué será de mi vida de José Feliciano tiembla escondido entre mis miedos. Quizás
estos no sean buenos tiempos para cumplir 30 años, o quizá sí; quién sabe. De
cualquier manera, son mis tiempos y a ellos he de entregarle mis ganas y mis
días. Mientras exista el horizonte, merecerá la pena vivir y celebrarlo; aunque
sólo sea por leer un nuevo capítulo de esta historia que me tocó protagonizar.
Miro
hacia adelante y noto el vértigo: páginas en blanco, reto de aventuras y
emociones por venir que, sin control, enredarán mi argumento. A fin de cuentas, nacer,
llorar, asustarse, reír, hablar, andar, caerse, refugiarse, amar, osar,
jugar, ilusionarse, ganar, perder, creer, ser, resistir…. Eso es vivir. Quien lo probó, lo sabe.
2 comentarios:
¡Qué bonita entrada, Ana! Tienes una bellísima forma de escribir, ¡enhorabuena! Un abrazo, Berta.
Querida Berta, ¡qué alegría saber de ti! Espero que tus personajes de "Como tú y como yo" sigan conquistando lectores por el mundo.
Muchas gracias por el elogio. Escribo poco últimamente y recibir comentarios como el tuyo me anima a intentarlo más a menudo.
Un abrazo enorme, compañera.
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