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15 de diciembre de 2010

De soledad y laberintos

El anciano caminaba lentamente. Cada paso era una batalla ganada con esfuerzo. El bastón le temblaba entre las manos, como si a sus pies la Tierra entera se sacudiera para tumbarlo.

-Familiares de Mª de los Ángeles García, acudan a la sala de UCI- repetía la megafonía en la sala de espera.

Un laberinto de pasillos y puertas, ascensores y escaleras, se reía de aquel hombre que contaba casi noventa años de vida con los dedos. Se mofaba de él a carcajadas, desesperándolo e hiriéndolo con dardos envenenados de impotencia.

-Familiares de Mª de los Ángeles García, acudan a la sala de UCI...

Las puertas del hospital se abrían y cerraban con el discurrir de las personas que vivían su propia historia; una corriente fría de aire se colaba entre sus piernas, sin que apenas la sintiera. El bastón le temblaba, pero ahí estaba él, apretando con fuerza los dedos, detenido ante carteles y flechas que le indicaban dónde estaba su hermana. ¿Por qué su padre no le habría mandado a la escuela de niño? ¡Ah, si supiera leer...!

-Familiares de Mª de los Ángeles García, acudan a la sala de UCI...

Sabía que estaba en manos del mundo. Había que pedir ayuda. Su hermana le esperaba.

Al momento, alguien respondió a su súplica. "Sígame", le dijo. Más que nunca el anciano apretó con fuerza su bastón y se adentró en el laberinto, avanzando sin saber adónde, dejándose llevar por la mujer desconocida que había prometido ayudarle. No estaba muy lejos, sólo debía subir una planta y girar a la derecha, al fondo del pasillo la UCI y su hermana aguardaban. La desconocida le señaló la puerta y se marchó con prisas a seguir viviendo su propia historia de hospital.

Media hora más tarde, el anciano seguía en el mismo sitio donde lo habían conducido, solo, dejándose los ojos en la puerta tras la que se libraban guerras y batallas. La desconocida pasó por casualidad y se sorprendió de encontrarlo todavía allí. Se acercó y le preguntó si aún no había entrado. Él negó con un movimiento de cabeza. Entonces, la mujer llamó con decisión a la puerta hasta que salió una ocupada enfermera, le informó de la situación e inmediatamente el hombre pudo entrar al encuentro de su luchadora hermana.

Pasado un tiempo, le vi salir con la serenidad en el rostro. Si aquella noche no había complicaciones, su hermana pasaría a planta al día siguiente. El médico le había llenado el ánimo de esperanza. De pronto, levantó la vista y vió a lo lejos en el pasillo a su guía desconocida que cruzaba: "¡Señora!", la llamó a voces mientras arrancaba sus pies del suelo para ir a su encuentro. La mujer miró desde lejos. "¡Muchas gracias, señora! Lo que usted ha hecho por mí...", y no pudo decir más porque las lágrimas ahogaban la voz en su garganta. Vi llorar al anciano como un bebé sin consuelo. La mujer siguió con prisa su camino con un "no hay de qué", sin darse cuenta realmente del valor de su acción. Él siguió llorando en soledad, parado en medio de todos nosotros. Alguien a mi lado murmuró: "Pobre, malas noticias...". Pero yo sabía que no era así. Esas lágrimas no eran fruto de un parte negativo.

Recordé cuántas veces pierdo la paciencia con los mayores, cuántas pienso que no entienden mis cosas y que para qué contárselas, cuántas desespero ante sus olvidos y sus insistencias,... ¡Qué fácil nos resulta empatizar con los niños! Sus problemas y sentimientos nos conmueven a primera vista. Todos podemos rápidamente solidarizarnos con los pequeños, sencillamente porque todos hemos sido niños alguna vez. Sin embargo, nadie es viejo hasta que lo es, hasta que ya no hay remedio. Pero hasta entonces, ¿quién se pone en su lugar?, ¿quién sabe lo que duelen sus dolores y lo que cansa su cansancio? Sólo espero que si algún día el mundo en el que vivo se me vuelve ajeno, si mi reloj atrasa las horas que los demás adelantan y la vida me expone mensajes ininteligibles, cuente con alguien que me acompañe y me guíe cuando el camino se convierta en laberinto.

El anciano sacó un pañuelo enmarañado en arrugas del bolsillo, se secó los ojos y volvió a guardarlo. Respiró hondo y emprendió el regreso a casa. A sus lentos pasos los guiaban un tembloroso bastón.

11 de noviembre de 2010

Por caridad, Esperanza

Caminaba ayer de vuelta a casa tras unas compras cuando, al aproximarme a la plaza del Pozo Santo, vi a lo lejos la silueta de una mujer menuda a la que el peso de una vida repleta de años se le había posado sobre la espalda. La anciana tendía la mano a los viandantes que pasaban de largo sin detenerse, apenas sin mirarla ni escuchar su súplica. Me fui acercando con cada paso para que su proximidad acabara confirmándome lo que ya había adivinado a lo lejos: un semblante apacible, una mirada sin mancha, una mano blanca tendida con un sobre vacío y una cansada voz que repetía: "Buenos días, ¿podría dar un donativo para el mantenimiento de nuestra congregación?... por caridad, hermano, buenos días..." siempre con la voz igualmente agradecida, la misma mirada entregada ante idéntico fruto baldío. Me acercaba a ella mientras observaba la escena repetida: la plaza infectada de nuestra prisa por llegar a no sé dónde y ella, fiel testigo del tiempo detenido tras los muros del convento, abandonada una y otra vez en mitad del camino apresurado de otras vidas.

Me iba acercando, llegaba mi turno. Pensaba en cuánto había gastado en mis compras, en lo que me quedaba en la cartera, en lo mucho que me recordaba aquella monjita a Sor Rosa (la portera eterna de mi colegio que cuidaba las rosas y los jazmines del patio de mis recreos infantiles). Me acordé de aquello que había leído en la Sevilla insólita de Morales Padrón sobre las clausuras y el toque de campanas suplicante que avisaba a los vecinos del hambre insostenible de las hermanas, antes de la reforma de Pío XII y el "Ora et labora"... Me iba aproximando entre estos pensamientos cuando alguien me sorprendió respondiendo al fin al reiterado ruego: "Sí, vamos, con la de dinero que tenéis los curas y las monjas os voy a dar yo una..." y siguió sus pasos entre maldiciones (las que él iba soltando por la boca y las que yo le enviaba con la mirada). Pero la anciana no mudó ni una pizca su semblante y, con un escudo de apacibilidad, le deseó al indeseable unos "buenos días" tan dulces como si le hubiera firmado un cheque en blanco.

Llegó mi turno. Me detuve ante la mujer y, antes de alimentar su sobre, ya me estaba colmando de bienaventuranzas y gratitud. "Qué Dios te lo premie, rezaré por ti,... coge las que quieras" me dijo dándome un puñado de estampas de la Macarena. "Con una basta, hermana. Guarde las demás para otros que también la necesiten". Me despedí y aún seguía regalándome bendiciones. "Gracias a usted, hermana, que me ha dado la Esperanza", le dije sonriendo mientras guardaba la estampa. "Niña, pero ¿tú sabes qué Virgen es esta?", preguntó admirando la imagen. "Claro, hermana, es la Esperanza Macarena", contesté rotunda. "¡Ah, la Macarena! Es ésta. Yo no entiendo, hija. Yo le rezo a la Virgen, pero no sé de imágenes. Ya decía yo que me sonaba esta cara... ¡Qué guapa es! ¿verdad?". Asentí, sorprendida y emocionada por igual. "Pues ¡ya no se me olvida! La Macarena- repitió lentamente- ya lo sé yo para decírselo al siguiente que le dé la estampa. Gracias, hija". Me despedí nuevamente y me fui a casa dejando a aquella buena mujer, abandonada en mitad de la plaza, con la Esperanza entre las manos.

7 de octubre de 2010

La “Rubita de la Plaza”


Mi infancia son recuerdos de... un mercado moronero: el frío de la amanecida en las manos, los pasillos aún desnudos de clientes, el trasiego de los placeros acarreando la mercancía desde la puerta de carga y descarga hasta su puesto respectivo, una rodajita de limón para la infusión de manzanilla que mi padre traía del bar para que mi madre se calentara la garganta y el estómago a eso de las siete y media de la mañana de cada día, de cada año. “Anita, tómatela que se enfría”. Y Anita (Ana Santoyo, mi madre) sacaba la rodajita con una cucharilla y me la daba para que la tirara después de entretenerme con su olor y su sabor durante un rato; daba un sorbo rápido y volvía al trabajo abandonando la infusión que se acabaría tomando casi fría.

Servidora nunca fue a la guardería. Mi primera escuela fue la Plaza de Abastos de Morón de la Frontera. Hasta que cumplí los cuatro años me pasaba toda la mañana entre lechugas, tomates y naranjas, entre pesos y clientes, con alguna que otra visita a la carnicera que me comía a besos, al pescadero que me avergonzaba con piropos, a la de los congelados que me regalaba buñuelitos de nata en verano... y, como no, a la churrera que me mimaba con un “calentito” diario envuelto en un trocito de papel de estraza para que lo agarrara sin quemarme.

Después tuve que ir al colegio a partir de las nueve de la mañana y hasta las dos del mediodía, pero seguí viviendo el ambiente del mercado en las horas restantes. Por algo yo era la “Rubita de la Plaza”, una niña callada y alegre que disfrutaba espiando los comportamientos de los mayores, escuchando las historias de las abuelas que no eran mías, observando a la carnicera filetear las pechugas y afilar los cuchillos que me parecían enormes, atendiendo a la clientela de mi madre que se fiaba de mi buena voluntad al despacharles, recibiendo el cariño de todo aquel que me veía crecer desde la nada por encima del mostrador del puesto 14. En el mercado aprendí muchas cosas: sabía sumar y dar el cambio mucho antes de que tocara esa lección en la escuela, sabía distinguir las verduras y las frutas sólo por el olor, sabía que un kilo era algo así como unas cuatro o cinco patatas dependiendo del tamaño, sabía qué pescado estaba fresco y cuál no por el color de los ojos... Aprendí muchas cosas sólo observando. Muy pronto supe que al mercado no se iba exclusivamente a comprar, y que mi madre era mucho más que una vendedora. Ella vendía (y sigue vendiendo hasta que la jubilación le dé unas merecidas vacaciones) frutas y verduras, sí; pero además yo la veía ejerciendo con sus clientes de asesora gastronómica, de psicóloga, de confesora, de animadora, e incluso de trabajadora social. Porque si alguien no sabía qué hacer de almuerzo aquel día encontraba en Ana no sólo los ingredientes sino también una nueva receta que ella misma había probado con buen resultado en casa propia. Cuántas veces vi a personas paradas ante el género sin intención alguna de comprar, dejando pasar el turno uno tras otro para quedarse a solas con Ana y charlar un rato, desahogarse con ella, comentar el cansancio, los problemas, los hijos, el marido... Cuántas veces vi a Ana equivocarse intencionadamente en la cuenta... “Mamá, no, está mal, es más dinero...” y ella por lo bajini “ssss... calla, está bien, niña, eso es”, y al irse la clienta me explicaba sus razones: que si el marido se ha quedado en el paro, que son muchos hijos, que no andan bien de dinero ahora... Mira, hija, que a los clientes hay que cuidarlos como a la familia”. ¡La “Rubita de la Plaza” ha visto, ha oído, ha callado y aprendido tanto junto a su madre detrás del mostrador en esa otra escuela que era el mercado! Y digo “era” porque desgraciadamente sobrevive a duras penas: la mayoría de los placeros de mi infancia han abandonado ya sus fuertes, jubilados unos y rendidos otros ante los nuevos modelos de comercio imperantes; hoy no llegan a la docena de puestos ocupados, se echan de menos viejas caras, la bulla de clientes, la competencia, la cervecita de convivencia a la hora del cierre...

En Morón suenan rumores de final para mi querido mercado, soplan vientos de cambio: se planea el derribo del mismo para la construcción de un centro comercial. Puede que sea bueno para el pueblo, sí; pero sospecho que no será lo mismo. Desde el pasado mes, con las noticias del prometido traslado de los comerciantes de la Encarnación a sus nuevos puestos en las entrañas de las inacabadas “Setas”, el recuerdo de mis raíces placeras se viene removiendo en mi interior. Dicen que lo que vivimos en la infancia nos marca para siempre y determina, en gran parte, lo que seremos el resto de nuestra vida. Estoy de acuerdo. Por mucho que cambien los tiempos, que “las brujerías de hoy” (como llama mi madre a cada nuevo invento) traigan la inmediatez y el “sin esfuerzo” como leyes de nuestra cotidianidad, por más que las compras puedan hacerse sin salir de casa con un clic de ratón, por mucha máquina autoservicio y mucha modernidad que nos invada, yo siempre preferiré el espíritu del mercado de abastos y llevaré conmigo un recuerdo de olores, de frío en las manos, de ciclos de bullicio y soledad, de “quién da la vez”, de “échame un ojito al puesto que ahora vengo”,... Hagan lo que hagan con mi viejo mercado, si algún día visito las programadas galerías comerciales, mientras pasee por ellas mis pies reconocerán los antiguos pasillos por donde corría de niña y prometo que siempre me quedará un sabor a rodajita de limón con manzanilla. Por algo fui, y seguiré siendo mientras viva, la “Rubita de la Plaza”.

5 de octubre de 2010

¡Feliz Día Mundial del Docente!

A todos los maestros y maestras que cada día se dejan la piel, la garganta y un poco de sí mismos entre las cuatro paredes de un aula, gracias... y ánimo.




Para todos los que me enseñaron a volar:

18 de septiembre de 2010

Septiembre de Esperanza

Llegó septiembre con la vuelta a la rutina de la lucha diaria, pero esta vez para los hijos de Sevilla ha vuelto a brillar la Esperanza en la oscuridad de una madrugada; por si acaso se nos olvidaba que no estamos solos en el camino de este nuevo curso...


3 de septiembre de 2010

La ciudad dorada

Hay una ciudad en la que perderse es un deseo prematuro y pasear un deleite sin medida. La historia de su corazón está escrita con sangre de toro sobre piedras blancas, doradas por el tiempo, con caligrafía victoriosa y renglones retorcidos que desembocan siempre en un monumental regalo para la vista. Es imposible no enamorarse de un corazón tan limpio, que nos entrega, con un latido sosegadamente vivo, todo el esplendor de su belleza.


Este verano quedarán grabados en mi viajero recuerdo la sonrisa de una rana escurridiza, un astronauta que no anhela más universo que la Plaza de Anaya, el abrazo iluminado de la Plaza Mayor, un Lazarillo que perdona compasivo el maltrato de su amo... ¡que ya tiene su castigo con ser ciego en Salamanca!
En esta ciudad uno desearía ser un eterno estudiante con tal de no dejar de frecuentar sus calles. En cualquier caso, volver siempre será un placer pendiente.

15 de agosto de 2010

15 de agosto

Un año más, despierta Sevilla en su amanecer de deseos. Cuando todos los pasos se han cumplido y la Giralda grita con fuerza sus anhelos, un aroma a nardos se posa sobre la ciudad mientras las Vírgenes duermen...

5 de agosto de 2010

Por un beso...


Llegó la hora. Un año más, la Capitana ha bajado para entregar sus manos a la herida de los besos.

La Giralda se impacienta ante el trasiego de los fieles que ve entrar y salir del templo. "No sufras, ya queda menos": le digo; pero no se queda conforme. Puede presentir la cercanía de su sonrisa generosa, recordar su perfil perfumado; pero no se contenta. Quiere verla ya. Quiere tenerla como yo, frente a frente, y rendirse a sus plantas como una sevillana cualquiera. Las campanas de hoy suenan a ritmo de becquerianos versos: "Por una mirada, un mundo/ por una sonrisa, un cielo/ por un beso..." Nerviosa ordena al Giraldillo que mande besos al aire, por si alguno se colara dentro en un soplo de brisa y llegara hasta su mano. ¡Ah! ¡Qué improbable! Querida torre, te toca aún seguir contando los días... Yo entraré por ti en la capilla. Luego salgo y te cuento.


Dentro, el niño está entretenido: observando juguetón la fila que avanza, alargando los brazos a todo el que pasa, pidiendo que lo devuelvan al regazo de su Madre.
Dos besos le he dado este año: uno por mí y otro por nuestra turris fortissima que se vuelve débil ante la Reina de Reyes.



Al salir, me pregunta intrigada: "¿qué has sentido? ¿cómo la has visto?"
Compasiva la miro y contesto: "Pobre Giralda mía, si supieras... Sevilla se ha hecho Virgen y yo he besado su mano".

2 de agosto de 2010

Cartas para Julieta






Hoy ha merecido la pena tragarme enterito el telediario. Entre las noticias que me desconciertan y las que me entristecen, se ha colado una que me ha dibujado una sonrisa para todo el día. Algo así hay que compartirlo, a eso voy.

Se trata de una romántica tradición epistolar que hace que lleguen cada año a Verona unas ocho mil cartas dirigidas a Julieta.

La primera llegó en 1937: el remitente relataba sus penas de amor buscando consuelo en la mítica amante y, convencido de que ningún cartero del mundo precisaría más señas para dar con la inmortal destinataria, escribió en el sobre sencillamente: Julieta, Verona.

Setenta años después, la ciudad italiana en la que William Shakespeare ambientó los trágicos amores de Romeo Montesco y Julieta Capuleto, víctimas de sus familias enfrentadas, recibe unas ocho mil misivas al año en las que almas solitarias, corazones rotos, e incluso damas y caballeros de vida afortunada, escriben sus cuitas sentimentales a la doncella.

Y lo mejor de todo: Julieta, infatigable, las contesta todas.

Se ocupa de ello un grupo de voluntarios que continúan la tradición iniciada en los años treinta por Ettore Solimani, custodio del presunto sepulcro de Julieta Capuleto, en cuyas manos cayó aquella primera epístola romántica.

De haber existido realmente, la desdichada Julieta se sentiría sin lugar a dudas reconfortada sabiendo cuánto consuelo prodigan quienes escriben todos los días en su nombre.

El alud de cartas -el archivo atesora unas 50.000-, a veces conmovedoras, otras risibles, impulsó a las hermanas estadounidenses Lise y Ceil Friedman a escribir el libro Cartas a Julieta, que recoge ejemplos de esa singular correspondencia, retrata al esforzado equipo del Club de Julieta -diez señoras y un señor- que responde en varios idiomas, y explora el mito de la heroína shakesperiana.

Aunque el dramaturgo británico escribió su tragedia a finales del siglo XVI, su decisión de situarla en una imaginaria Verona medieval ha resultado muy beneficiosa para esta ciudad norteña. La leyenda acabó convirtiendo un edificio del siglo XIII en la casa de Julieta, restaurada a principios del siglo XX y a la que, astutamente, se le añadió un balcón para que encajara mejor en el relato de Shakespeare.

Para todo el que tenga algo que contarle a Julieta, esta es su dirección:
Julieta Capuleto. Vía Galilei, 3. Verona-37133 (Italia).
http://www.julietclub.com/index_en.asp

1 de agosto de 2010

Noches de teatro


Para los que nos quedamos la mayor parte del verano en Sevilla, los fines de semana la ciudad se nos convierte en una especie de desierto de Arizona (aun sin los efectos del cambio climático presentes). No es por el calor, al que estamos sobradamente acostumbrados; es por lo demás, por los bares que cierran, por el ambiente desangelado de otros, por las pocas opciones, por las escasas ganas de salir a la calle fuera del amparo del aire acondicionado, por la apatía de las noches casi idénticas. Por eso, cualquier propuesta distinta es bienvenida en estas noches estivales.

Acabo de ver la versión que Producciones Imperdibles presenta sobre el conocido mito de Carmen. Lo mejor, el marco de representación, sin duda: por un momento he vivido el alboroto de las cigarreras en la mismísima Fábrica de Tábacos, sus voces han resonado entre aquellos viejos muros simulando los de tiempos pasados...realmente un instante mágico. Lo peor, la acústica del patio del Rectorado que, por la disposición del propio escenario alrededor de la fuente central, hacía que no se escuchara claramente los parlamentos de los personajes cuando estos se movían. Lo regular, los protagonistas poco verosímiles y una trama sin tensión: demasiado mito y poco drama. Lo bueno, ir al teatro. Sólo el hecho de asistir a la representación en directo de un trozo de vida hecho palabras, música, luz, sombras, sonidos...merece la pena siempre; aunque a veces se noten demasiado las costuras del engaño. Me quedo con el montaje que la misma compañía hizo el verano pasado a propósito de la vida y obra de Bécquer, en el patio de la Facultad de Bellas Artes: eso sí fue un verdadero sueño de una noche de verano.

30 de julio de 2010

Ella


Era el silencio en una silla las tardes de viernes. Era unos grises cabellos anillados entre horquillas. Era unos ojos hundidos, pero de mirada firme y recta. Era una silueta menuda y enlutada, que avanzaba a paso lento, sin prisa alguna. Era mi abuela. Ella era la madre de mi padre, la última superviviente de su generación en mi familia, la única abuela que conocí.

Cuando yo vine a este mundo, ella ya no contaba cuentos, ni cantaba coplillas, ni relataba las mismas viejas historias con las que años antes había aburrido al resto de sus nietos. Llegué tarde también a ella. Estaba cansada y, más que vivir, esperaba. Nunca hablaba de sí misma. Tuve que conocerla de oídas. Por lo que me contaban, había sido una mujer de gran carácter, una mujer fuerte, una luchadora de los tiempos de "la jambre". La vida le puso la primera prueba muy pronto. A los quince años se enamoró de mi abuelo pero, antes de que pudieran casarse, les sorprendió la guerra. Entonces ella, una muchacha coqueta y presumida, con los mejores años de su vida esperándola, rezó a Dios cada día haciéndole una promesa: si le devolvía a aquel hombre sano y salvo, dejaría las coqueterías y vestiría de negro el resto de su vida. Ambos cumplieron el trato.

Poco más llegué a saber de mi abuela; solo que le aterrorizaban las tormentas porque en su niñez había visto morir a un hermano suyo partido por un rayo. Todo lo demás tuve que leerlo en sus ojos e intuirlo en su beso en la mejilla cada viernes.

Hoy hace diez años que se fue. Aún echo de menos su simple presencia. Hace algunas noches y por primera vez, apareció furtivamente en mis sueños para abrazarme como nunca antes lo había hecho. Vestía una bata de flores rojas y azules... Quién sabe si allá arriba le han eximido al fin de su promesa. Tal vez, vuelva a tener ganas de contar cuentos la próxima vez que nos veamos. Hoy me conformaría con volver a compartir el silencio con ella, sentada en una silla, una tarde de viernes más.

19 de julio de 2010

Palabras para Julia

Llego tarde, ya lo sé. La moda bloguera ha pasado y no es hasta ahora cuando decido sumarme a ella. Pero es que soy así, para todo.
A mi nacimiento también llegué tarde; casi dos semanas más de lo previsto tuvieron que esperar los que ansiaban conocerme.
Con Julia fue peor aún: dieciocho largos años la mantuve ausente de mi vida. Pero, ¿qué podía hacer yo? Mis días pasaban despacio en otras tierras (literalmente, pues vivía en el campo) y a diario pisaba otras calles en las que no estaba ella. Cierto es que a Julia la conocía ya entonces de oídas, la admiraba en la distancia, pero nuestra relación se limitaba a una simple vista de lejos, entre días de compras y visitas a médicos.
Sin embargo, ella y yo, desde el mismo día tardío de mi nacimiento, estábamos predestinadas a ser amigas, de las de verdad, de las de saberlo todo la una de la otra. Ahora lo sé. Desde el principio, desde la primera noche que vine a empezar mi vida de estudiante en el barrio de El Juncal, ella se propuso conquistarme y yo supe en seguida que lo lograría sin esfuerzo.
Recuerdo los primeros meses, las primeras miradas, los ansiosos deseos de escudriñar cada entresijo y cada rincón. Han pasado nueve años desde que conocí a Julia y aún me sorprende. Sé que no me bastará una vida para que me cuente cada detalle de la suya, cada secreto de sus días sin mí... Julia sabe cómo herirme, sabe cómo despertar mis sentidos y anular mi razonamiento.
Una vez oí decir a Cela que en Sevilla, como en Dios, se cree o no se cree. No hay duda. Dieciocho años de ateísmo fueron demasiados. Pero Dios quiso que creyera y me condujo hacia aquí. Hasta el último de mis días creeré en ti, Julia Romula Hispalis.

15 de julio de 2010

Sólo una cosa...

Hoy, 15 de julio de 2010, día de la antigua onomástica de San Enrique, a un mes de que Sevilla reviva otro nuevo amanecer de deseos, doy comienzo a este blog. Sirva esta primera entrada para certificar su nacimiento.

Al caro lector, lo invito a que comparta conmigo esta copa de palabras que le ofrezco y, de antemano, le aconsejo que no se ofusque demasiado por ellas. Al fin y al cabo, seguramente, serán sólo cosas mías...